Se acuerda de sí mismo y un desencanto se le cuelga del hombro derecho, porque el izquierdo entumido por dormitar de ese lado, le es inútil. Su melancolía, amueblada por un estilo celta, tiene la ambivalencia del signo. En su mesilla de noche y en su sala comedor tiene, copias idénticas, dos esculturas de madera que resumen sus contrahechos ánimos de humano. Una figura gibosa de un viejo harapiento con un saco de caminante, regalo hecho por un su primo que vivió hasta su muerte en la Angola independiente, adornan, si podemos usar esta presunción, su atmósfera vital.
De formación occidental, su destino estaba marcado por aseveraciones de Racine y algunas sentencias de Schopenhauer. Inquebrantable, hay que reconocer, busca que rebusca horas ciertas para en alta voz, reconstruir su lado flaco. Raspa las letras como para dentarlas, como la cucharita del café. Cuando pienso en él, me dan ganas de comprar el periódico y buscar la noticia de su exitosa vida. Pero el oficio de pobrezas lo tiene amarrado. Es natural que tenga manías que se viven solitarias y su misa y su rayo de luna las tiene, como un gran bulto que lleva con entereza rutinaria. Llora con dignidad, con esas lágrimas que salen de tarde en tarde, cuando sus ojos ejercen su oficio de agua salada. Nunca quiso dejar de vivir, curioso, como aquel que sale a escena y nunca sabe cuándo bajará el telón. Eso tiene muchos siglos, desde que en una cueva comenzó a tiznarse la representación. Su palabra, más ágil que su lengua, repite una y otra vez esa tonadilla: todo corre bien aunque esté vacía la barriga. De cuerpo entero, como el castaño del parque imaginario, sus pantalones nunca perdieron la línea. Y su frente, con el siempre, despejando los augurios, miraba de arriba para abajo como miliciano de hueso agónico. Su pecho se hincha, crece de tamaño y sin saber qué hacer, el humo se afina de tan tóxico. Un día se dejó llevar por la cólera para que no dijeran que su natalicio era como una bacteria muerta. Fue hombre dijeron, celebraron sus violencias cautivas, su pasión de pueblo ofendido. Poco duró ese reino, un asalto de paz indiferente lo devoró, como aquella Teresa que bebió de su boca ese jugo amoroso de ponzoña. Su esfuerzo continúa, acéfalo y colorado el día. Insepulto, sigue arrendando cielos, que toma del sueño. Sueño que es una secreción de su noche. Su cuerpo va tomando la forma del tullido de alma para que los ignorantes lo llenen de pan y de misericordia. Como dicen los adagios, hay alguien que vendrá de lejanía para darle un pecho universal que deje a un lado el canto fúnebre y ofrecer un abrazo sin caducidad palpable.
Alguna vez será. No te arredres dando voces.
Baja a tomar tu merienda, que se enfría.