Se trasmina, como niño recién nacido, ese olor frenético de llanto. Se disuelven sus dientes de azúcar. Se comprende porqué sus ventosas nunca se encuentran con humedades suficientes. Grupos de insectos pasan indiferentes como el amor visible. Cercando las piedras vacías y bajo un cielo vivo de rumores siente el asombro definitivo de lo equivocado que estaba al nacer en un dominio de ranas y de grillos. Como barco encallado, busca carenar su vida y esperar un viento fino para dirigirse a la playa. No está lejana. Escucha en su curva frente la lagrima de sal de las arenas. Corre con sus miembros dando vueltas. En silencio conquista los metros que le faltan. Por su orificio boca se calienta el aire y se llena de dominio. Lleva a cuestas su cuerpo redondo fingiendo que no duele oír el nado de los peces. A veces el camino no quiere llegar para que el esfuerzo se queme con su sombra.
En las noches oscuras, cuando se asoman los cocuyos, puedes ver todavía la pura redondez de Rosadito esforzándose por la yerba como si estuviera nadando.
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