Se les llegó la noche azul. La luna había salido naranja como ladrando de día, cargando en su redondez los suspiros de todos los amantes de la noche. No se veía nada, sólo los pasos hundiéndose. A tientas se animaban.
-Ya llegaremos, decían.
Eran dos, sudados, decidieron seguir sus pasos. Huían, se robaron unos pocos centavos del bolso de su madre. Ella, los quería castigar con azotes. Los vecinos oían los gritos desesperados que se confundían con el ladrido de los perros. Por eso huían. Pero nada les valía. Sentían esa mirada en la espalda, esa mano gruesa rompiéndoles los labios, y ese hilo de sangre que muy pronto las hormigas se agolpaban frenéticas en círculos bebiéndola, insaciables. ¿Dónde quedó su pecho amoroso? Nadie los defendió. Por eso salieron. Tocaron muchas aldabas y toda la gente, borrosa, nunca los consolaron, sus caras se vaciaban cuando los veían. La noche era clara, de un azul nítido, pero no se veía nada. Como si una nube invisible les adormeciera los ojos. Era delgado el aire, respiraban con trabajo, como queriendo sollozar, pero no había lágrimas, sólo esa resequedad del que huye. Sólo tenían esa noche para poner distancia. Ellos escucharon los rumores, por eso tomaron el dinero. Delirantes, seguían en línea recta como si adelante se encontrara el sosiego. Por fortuna, la noche se callaba, como respetando la huída, envolviéndolos en un arrullo silencioso.
-¿Falta poco?
- No lo sé.
El esfuerzo frío, les exprimía. Querían parar, dejarse dormir. Pero tenían que huir. El miedo se camina. Íntimamente sabían que nadie iría en su búsqueda. Pero reconocían que la voz de su madre no sabía de distancias. Y como si ese pensamiento les entrase por los músculos ellos seguían, como si la noche apenas empezara y el azul fuera ese reguero del día por venir.