Transido por la pena, tuvo la desgracia de escribir cartas que nunca llegaron a buen destino. Utilizó todos los trucos verbales conocidos. Es realmente digno de encomio, eligió un bonete de fieltro, unas calzas amplias y un altanero porte florentino. Creía que a sus 18 años poseía los secretos de tocar los corazones. Muy caro lo pago. No sobraban piropos, requiebros, pero le faltaba verdad. Lo imperceptible carece de contornos, lo había leído, y embelesado no le dio importancia al sentido ordinario de las palabras. Puso su escritorio en la plaza pública, y no le faltó quien buscase sus servicios para escribir esas líneas que tocasen el corazón de la amada o del amado.
Su abuela le advertía, escribir cartas de amor pagadas es mal negocio, al final sólo tendrás desdichas, mejor escribe discursos para los políticos, ahí podrás mentir a voluntad y nunca habrá arrepentimiento.
Cuando miro de nuevo pasar a Aristóteles Méndez, desgarbado, se aprecia la cara del desengaño, el mal dolor y el distintivo de algún partido político en campaña pegado en su camisa de satín.
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