El amigo Chen llevaba al hombro la cerradura de varios mundos que ofrecía en los mercados. En los amaneceres su voz se escuchaba borrosa, era su ritual, caminar con el peso de la única llave que abría las cerraduras. Todos los que lo escuchaban querían probar la entrada a esos mundos que contaba. Sus palabras pesaban, alguien dijo que lucraba con la curiosidad, pero su sabiduría era ancestral, los que enloquecidos se desnudaban en las esquinas lo sabían.
El amigo Chen, como grillo delirante, nunca sucumbió a la indiferencia que poco a poco lo rodeo. Podría haber sido un día de lluvia o de calor, el tiempo no muda, las palabras sí. El discurso del amigo Chen se volvió reiterativo, enmohecido, baboso como el tlaconete.
Tendré que decir que esos otros mundos siguen intactos, repetitivos, como tú y yo.
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