El hombre de los sueños vivía sin dramas dando vuelta alrededor de la mesa. Con su pistolita de agua mojaba esas horas juguetonas de las seis de la tarde cuando las muchachas salían de la oficina con la prisa en la pestaña. El hombre de los sueños hablaba un buen español de humo, tiznado y melifluo, como algunas verdades. Nos contaba su vida, la ilusión que provocaba al oscurecer. En el café de la esquina, su lengua embaucadora, entraba por la puerta de servicio. Todos nos enredábamos en esa voz ardiente. Contaba sus sueños, sus devaneos de corazón, sus mentiras. Una mentira bien contada se parece a los sueños, afirmaba. Por eso ustedes vienen como náufragos a escuchar estas historias que no tienen salida, al menos para ustedes, no importa. Escuchen. Una noche que se parecía a mi instinto fui el amante sin respeto de esa muchacha marrón. Ella, lo sabía, me ganó la partida cuando se subió la falda y me enseñó la fotografía con su vestido de boda. Yo le dije al oído una canción de cuna. Me dio las gracias y se llevo los besos a la otra calle. No voy a negar que me faltó estilo. Hay que reconocer que lo prohibido no es para confundirse. Mil veces nos encontramos, hasta que la fotografía quedó irreconocible. A veces, la recuerdo como si fuera un porvenir. No puedo bajar el telón de acero y mi modo de andar sabe de lo que digo. Mojar la locura es una motivación para el que no pide ayuda. Sentenciaba.
Nos gustaba estar con él, nos fiábamos de sus historias, de sus arremetidas a las faltas de respeto. Apuramos el café y el morbo como buenos estudiantes en celo durante tres años hasta que caímos de sueño.
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