Antes de afeitarse y con ojos somnolientos notó incisiones en su rostro. Delante del espejo, asumiendo que el pasado siempre toma un presente, sin alterarse trató de descifrar esos signos que aparecieron en su cara. Al principio creyó que eran el resultado de su desenfrenado gusto por los pictogramas y que, por una suerte de hechizo visual se habían tatuado en su rostro. Sin embargo, no descubrió referentes que pudieran indicarle si correspondían esos rasgos a la cultura Sami o la de Cochiti Pueblo. Culturas que estudia desde su primera juventud y de eso ya hace 30 años. Desconcertado. Descartando esa primera hipótesis, fue por su libreta para copiar cada uno de los signos gráficos.
Ya en su mesa de trabajo, se dio cuenta que no formaban un cuerpo de significado y que en todo caso eran una amalgama con realidades semánticas distintas.
Salir a la calle le preocupaba. Sólo quedaba un litro de leche y unas cuantas galletas saladas. No era la primera vez que quedaba cautivo en su estudio. En el año 95 se entretuvo lijando los perfiles sonoros de una tira de papel amate que al final de dos meses se percató que no era un códice autentico. Podía repetir la misma operación anterior, pedir su despensa vía internet pero ahora tenía todo el rostro grabado. El estomago no le permitió mayores recatos. Tomo sus llaves y salió con rumbo al mercado esperando la mar de comentarios alusivos a su enigmático aspecto. Nerviosamente comenzó a caminar con pasos cortos y veloces y cuál no sería su sorpresa al ver que todas las personas tenían grabados símbolos en el rostro. Discursos peripatéticos, se dijo. Notaba tal naturalidad en sus vecinos. que comenzó a sentirse mas extraño entre los extraños ¿ellos sabrán lo que dicen sus caras?
No cabe duda, los signos cambian, se consoló apretando la bolsa del mercado.
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