En la guerra lectora existen días triunfantes. Con los libros abiertos, la rigurosa luz de sus palabras distribuyen su espacio de tiempo y fuego. Apenas dibujados los caracteres brincan hasta que el ojo aprende a danzar. Apenas se comprende cómo tanto sonido queda girando como el trompo en medio de la pagina. Se oyen los verbos, los sustantivos semi dormidos, se fugan al índice. Enmascarados, los signos ortográficos se miran sus cuerpos para despeñarse como piedras al caer en los márgenes. En el jardín de los sentidos quedan los pronombres en guerra cuando la lectura avanza. Los pulmones y el seso tienen su sexo. Se excitan con cualquier idea y se queman como billetes viejos ya sin valor. La tinta negra trafica con el contexto y como una víbora los puntos suspensivos crean su arquitectura de silencio. Todo es vano, a la deriva los lectores solitarios se diluyen en la quiebra de los signos. Flotan en la orilla del libro las palabras desechadas. Confluyen las voces y se pierden los lectores entre tanto remolino.
Una guerra severa, esos días que triunfan y se subrayan las letras en la última página del libro que se cierra.
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