La voz del vino empieza callando. En silencio transforma su cuerpo y su alma. Su color de tan viejo es casi ámbar, y le sobran noches para gastarlas. El vino de Porto es así, metido en su barca se regodea mucho antes de estar en copa.
Un animal ajeno sube como una respiración y un clamor ebrio se empeña en salir por los ojos. La caricia en la garganta es tan de corazón, que no hay más voz en nuestros labios.
Entre temor y antojo nace la fiera y nos recorre la frente brava y el equilibrio, arisco, nos besa las rodillas.
Algo que no eres tu, sube. Hay una sede indómita, que como pulpo nos aprieta el suelo y sólo podemos chasquear los cristales en una eterna voluntad de risa.
Que agrio es el gusto de recordar esa otra rueca que completa el mordisco de la herencia. Las manos se alargan en busca de la canción que calla y se fermenta en amistosa calma.
Fotografía: una bodega en Vila Nova de Gaia, Portugal.
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