viernes, 12 de enero de 2018

Fin de curso


El tamaño de esta historia es grande, por eso sólo apunto el día que las encontré en al esquina de Álvarez de Pineda y Ortega Martins. Olía a sardina asada, porque desde principios del siglo XIX las personas se concentraban en la periferia a comer sardinas que metían en un pan y bebían cerveza con abundancia. Ellas, sin malgastar tiempo comenzaron a danzar y a quitarse la ropa, yo las vi desde el principio, se veía a las claras que eran estudiantes de teatro. Congregaron, en pocos minutos, a un centenar de ávidos ojos. No era un gasto inútil de memoria relacionarlas con tres ninfas gozosas de mostrarse. La sorpresa duró muy poco y empezaron los insultos. Hombres de rostros inflamados por la ira y la cebada veía a las jóvenes bailarinas como si fueran sus hijas en desobediencia. Las pocas señoras asistentes,  un sentimiento maternal les creció y comenzaron a protegerlas tapándolas con sus ropas. 
Ellas, las bailarinas, en altiva indiferencia, buscaban entre la multitud, a sus compañeros teatrales que con cámaras de video tomaban registro del espectáculo.  
Cuando llegó la policía, expertas en la huida, se refugiaron en una tienda de ropa. Pasaron junto a mí. Reconocí los rostros de Carmen y Natalia, a la otra no la conocía.
Con la promesa de no denunciarlas, ahora bailan para mi. Me deshice del sofá y de la mesa. Un grato escenario está dispuesto para que desenvuelvan esos movimientos suaves y gráciles que tanto me gustan. Ellas lo han tomado con sabiduría y lo hacen con gusto y como si fuera un laboratorio donde ensayan nuevas coreografía y como no hay vestuario, el gasto es mínimo.
Algo, sin embargo, me preocupa: el año escolar está por terminar. Creo que me convertiré en empresario urbano.

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