Mi persona se sacudió. Condenado a nacer en ese óvalo
provecto, como imagen, como reflejo de mis transformaciones. Todo lo vivido era
como un charco de imagen. Me pregunto, ¿no se quién me dejó esta herencia? Este
rostro que trasciende el polvo humano que tengo.
Bien lo sabes, caminabas por el mercadillo
de la lagunilla y al ver el espejo arrumbado entre muebles Chippendale y
botellas vacías de coñac. Preguntaste el precio. Protestaste. Ofreciste y protegido
en un manto azul lo trajiste a casa y lo colgaste en el comedor. No te duelas.
No te expliques. Ese dolor de imagen no es neutro. Tiene tu nombre y tu
historia. Si fuera de otro modo hubieras comprado ese sillón irreversible de
terciopelo rojo con patas inglesas. Pensaste ponerlo en la estancia oscura,
para evitar verte rodeado de objetos, de recuerdos. Eres esclavo desde
entonces. Para ti no hay princesa, necesitas un príncipe de tinieblas que te de
un beso de Judas. Tal vez esa saliva te devuelva el calor de admitir lo que
eres y serás.
Sí, me hace falta un espejo donde abotone el paso del
tiempo, donde pueda examinar los días. Yo me quería, tenía el certificado de
linda infancia. No sé porqué ahora me estremezco cuando me miro. Innumerables espejos
han pasado por mi vida y ahora me interrogo. Será un hechizo o la conciencia
enferma del reflejo. Mi cordura se ha quedado boca arriba.
Tu niñez no tuvo el perfil suficiente para
recibir felicitaciones. Eras un perfil incoloro. Invisible, fatal para los
olores; irrelevante para los anteojos. Dabas pena de la cabeza hasta el
abultado abdomen. Leías esos cuentos de pasta dura lleno de tuertos y duendes
alrededor de aquelarres. Gustabas cuando las chispas iluminaban la tristeza de
los reformistas, devorados por las llamas.
Sí, siempre me han gustado los espejos hospitalarios,
como aquél con marco de cedro con figuras de vendimias en los cantos. Entraba a
escondidas y me quedaba parado frente a él, hasta que la gata de mi abuela
maullaba celosa para que la abuela o las tías vinieran a regañarme. - ¿Qué haces
ahí parado? Me gritaban, mira si ya puso la puerca, - y era verdad, en casa de
la abuela había una puerca que se llamaba Enrique. Tal era la necesidad de
nombres masculinos. Carencia de las tías. En ese entonces me gustaba el
reflejo, me hipnotizaba ser niño, ahora me repugna.
Te acuerdas de ese libro que tanto
hojeabas, hasta que se deprendieron las hojas y hacías un reguero por tu cuarto
intercalando las páginas para darle diferentes lecturas. A veces comenzabas cuando los enanos,
vestidos de verde con gorritos frigios danzaban alrededor de las hechiceras; se
enredaban en sus faldones negros y ellas lúbricas, se quitaban la ropa hasta
quedar desnudas, entonces los enanos lamian los muslos de las hechiceras.
Cambiabas rápidamente de página, para evitar ese molesto escurrimiento por tu
bragueta, y en voz alta leías el hechizo que frente al caldero hacía Gertrudis,
la hechicera madre, para que las cabezas rubias de las princesas con sus
borregos blancos comenzasen a burbujear. Tu nariz, poco experta en olores, se
pegaba a la página intentando poseer las emanaciones del cocimiento. En vano,
restregabas la cara hasta que comenzabas a sangrar.
Voy a los mercados de baratijas, porque me gusta andar
entre vidas pasadas; las cosas son su reflejo, a veces menos crueles que el
reflejo del espejo. No les tengo miedo, son fantasmas inanimados que les
construyo historias. Cuando la imaginación no me ayuda, compro libros antiguos
de cuentos fantásticos. Me gusta la historia de la niña comida por el lobo, con
ilustraciones de las vísceras en las fauces, sobre todo la que muestra los
carnosos intestinos como espaguetis enredándose en los colmillos. También me
gustan las historias de los bobos niños que son dominados por sus mascotas. Hay
una en que un perrito jala del niño con tal fuerza que la cabeza rueda por la
acera con los ojos abiertos como platos de sopa. Una delicia.
¿Te acuerdas? Cuando la abuela te
acariciaba. Tendrías 10 años y corrías en los corredores. Te escondías en el
gran ropero. La abuela se aburría de no encontrarte. Salías y te abrazabas a su
cadera. Ella te reprochaba y comenzaba a acariciarte. Al principio querías,
después te incomodaban esas manos arrugadas por tu piel. Por entonces sabías
oler. Distinguías el rancio olor a jarabe arce. A pantaletas cagadas. Por eso
ya no hueles, tu nariz se paralizó. No es sinusitis. Es la realidad de la
caricia forzada.
Me gustaba comprar muchos espejitos. Cabían en mi mano.
Me adosaba a las maestras y lo acercaba debajo de su falda cuando ellas estaban
distraídas. Creo que todas mis profesoras pasaron por esa prueba. Me gustaba la
de Historia. Traía siempre unas diminutas bragas. Adoraba. Cuando me
descubrieron tiré toda mi colección de espejitos. Una lástima.
Cuídate del azogue, de la victima y del
verdugo. Cuídate de tus historias que un día te dejarán sin aire. Cuídate de
esos héroes enanos y de esas lecturas solitarias que te devorarán. Metros de
sangre muerta. No la hueles, no te dueles. Nada vale tanto como un buen
reflejo. El yugo póstumo es tu imagen. Eres un hombrecito de ciudad. Sin
rencor. Herido de imagen. Desde mi punto de vista, tu debilidad se te pegó en
la saya de tu abuela poderosa.
Se me acercaron dos vecinos. ¿Qué traes envuelto? - me
preguntaron. Un cadáver, contesté. Me gusta contrariar. Plantar cara. Primero
quise poner el espejo en el comedor y así mirarme cuando me llevara la sopa o
el espagueti a la boca. Pero, la comida no me sabe y ese pesar no es digno de
verse todos los días. Preferí colgarlo en la zona mas oscura de la casa, donde
no entra luz porque la ventana está muy lejos. Así evito las miradas
indiscretas, esos fisgones que no tienen una buena imagen de sí mismos y
quieren allanar la de los otros. Era un criadero de nervios cuando lo colgué.
Fuimos dos más que nunca. Algo de madre tenía el reflejo de mi imagen. Sólo yo,
me voy quedando con mi dónde.
Tu imagen chorreaba poco a poco. Tu rostro
se reconcilia. Me acuerdo de ti mismo. Nos hacemos uno. Baste la mañana para
alcanzar el rostro de nuestro tiempo. Miras como los enanos brincan alrededor
de ti. En el caldero la imagen de tu abuela se consume. Glu glu. No hueles la
carne quemada del recuerdo. Nada te inquieta.
Te sabes príncipe.
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