Un frío les corre por la espalda cuando recuerdan la bestia que aprieta la memoria. La inmortal oreja se inundan de aventuras. Ellos, que se asomaron al altivo Atlántico y al furioso Indico, con los ojos al cinto gimen y cuentan.
“Un miedo largo nos batía por proa y un temblor se veía en el cielo cuando una grandísima masa viviente se elevó de las olas con las fauces abiertas y la figura corva; los cabellos crespos y una exhalación de fiera antigua. De propósito nos asoló por varios días, espanto y cólera vivimos con la sal en los labios y con el impulso de vivir para contar la manera en que salimos victoriosos de muerte segura. Vimos cómo tronaban huesos y almas cuando sus manos, como tentáculos de pulpo que se agarraban a la presa, inundó nuestro barca. Manaban de nuestra boca rezos y suplicas que se perdieron en el azul. Adamastor, gritamos por fin: ten piedad y abandona ese odio que te hincha el ojo. No rechines los dientes y déjanos seguir el camino y deja que tu vientre temple la noche con tu cólera. Permite seguir con nuestra trama de vida. Nos rendimos y prometemos, como hombres adultos, contar tu egregia virilidad marina y la unánime noticia de tu trabada existencia.
Enloquecidos, confundiendo días y horas, logramos llegar a la costa y como ovejas trasquiladas, pudimos reponer el brío. Veinte compañeros nuestros quedaron en muertos y ahora intentamos conjugar el horizonte, escrutando, codiciosos, los dominios del rabiosos Adamastor, dueño y señor de nuestros ásperos mañanas”.