Fue el peso del aire lo que inundó los ojos.
La tormenta es un juego de otra historia
que no se cuenta por crueldad.
Hay un olor,
como buena grieta de sabor
queda inscrito en la piel.
Puedes ser un olor cítrico
arraigado en la declaración amorosa.
O el olor de la manzana que arrastra
la primera rama que ahora es leña.
Los silencios no son del invierno ni del hielo.
Son el vestigio de la jaculatoria cotidiana,
cuando el cansancio nos agota la razón.
Quienes saben que la lluvia es la vértebra
visible de la lluvia, miran de frente.
Por eso no hay meses crueles.
La ceremonia de la ablución
puede estar en cualquier momento.
El agua es marrón, pegajosa,
con un rostro de caracol acurrucado bajo tierra.
No es gemido lo que escucho.
Hubo cuerpos, rituales amorosos, repeticiones.
Calor y bullicio.
Los huesos ahuman los cuartos.
Una veneración al vacío es lo que ve.
No hay duelo.
Sólo ese túmulo de agua en la comisura de la niebla.
El trémulo del la hierba
y la marca del frío en el suelo fértil.
No fue gemido lo que se escuchó.
Fueron las huellas que migraron
de las esquinas que conocía.
De mi casa.
Del aliento que vivi.
Si hubo un principio
fue en esas calles de tezontle.
No fue el gemido lo que se escuchó.
Fue la voz del tlaconete
arrastrando su baba en la húmeda zotehuela.
Una hendidura en el recuerdo.
Esa imagen se junta con la sal de cocina.
Grano grande para el estertor final del tlaconete.
Sé de memoria, desde la infancia,
esa visión viscosa
subiendo por la pared, buscando cobijo.
Una cortina es el refugio de esos primeros recuerdos.
No voy a repetir el gemido.
Beberé la poca certeza
que ha quedado entre las uñas.
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