Sin velos, se lanzaba como un bailarina segura de su centro de masa al encuentro de su imagen. Retocaba sus labios con un carmesí sin mesura. Revolvía el ropero para encontrar el sombrerito aquel que tanto le costó convencer a su hermana que le prestara el dinero para comprarlo. Removía su pecho, buscando acomodar su altivez a niveles dignos de sus corazonadas pero, lo que más le importaba, era concentrar ese fulgor que le corría por las mejillas en esos días que decidía salir y mostrarse sin tapujos. Sus tinieblas eran mentales porque los golpes los esquivó desde sus primeros años. El luto lo lleva, si no es tan fácil, encontrar cuerpos luminosos entre vecindades violadas y monedas de oro en cada esquina atestiguando que el bosque tiene acechanzas y sólo la embriagues de sentirse otra, puede consagrar esa línea propia en el muro negro.
Ella habla de silencio porque ha sido traicionada por otras que también lucieron su flor en el sombrero. Exorcizar la hora de la desgracia, esa es la lucha de su cuerpo y su memoria.
En el umbral tropezó con las vocales, esas que humillan. ¿No las miras? Ya no aparecen sus adjetivos gravados en su cuerpo. Una luz mala, la de siempre, la cubre como a las otras, sus hermanas ebrias de mil muertes.
Parece que hay un homenaje, se escuchan los discursos. Se devela el nombre y una niña loba husmea entre los aplausos.
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