Se desdibujó frente a nosotros. Nos costaba trabajo entender cómo era posible esa transformación. Guardamos esa imagen por muchos días. Desenterramos la memoria en el café de siempre. Con el corazón apretado su madre nos contaba que desde chico le gustaba transformarse.
“Lo llevé con el santito, lo empujaba, me recuerdo. Le salieron ampollas, tan delicado era. El santito no lo vio, después lo llevé al doctor; lo palpó, y me dio mala espina. Entonces comencé a darle un te de gobernadora y le machacaba dientes de ajos en un vaso de agua para buscar fijar su imagen. Nada sirvió. Me acuerdo muy bien que en la noche, se escondía, tenía miedo. Yo encendía la luz para que sintiera compañía, esa compañía que se siente cuando una mira. El abría los ojos. Esa mirada de desconsuelo, aquí la tengo, por eso nunca verán una luz de noche en mi casa. Yo quiero transformarme, pero no puedo. Descansar, atravesar la noche sin terror. Me dan ganas de seguirlo, eso pienso, pero me ganan los deseos de que se cure. Por eso no lo seguí. A veces me escribe, le sobra vida. Por eso no lo sigo. A mi santito, ya no lo visito. No supo como curar. Mis suplicas se fueron al aire. No lo culpo. Debí preguntar cuál era el bueno, el que conocía de transformaciones".
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