El adobe tiene las huellas primas de la espiritualidad. Se juntan agua y cielo y los nubarrones suenan lejanos. Así estaba la Villa cuando llegaron entecos con paso rápido casi desnudos de cuerpo. Uno alto de ojo azul y otro bajo con el rostro moreno. No los unía parentesco, pero sí el estilo. Parecían trazos Mondrian a merced del espacio cuadrado. Nada más lejos del barro o del cieno. Hechos de modernidad, de aire neoyorquino. Su espiritual de acero y su nubarrón de boogie woogie. Poco tenían que hacer en un pueblo de cal y trigo. No llegaron en busca del padre, ni de infancias rotas, ni faldas, ni trenzas. Vinieron a curarse, a hidrogenarse y mascar la pedacería de imágenes que provoca el peyote.
El cristal sonó mojado y el instante de vida los ha dejado hermanos.
No por ser rústico, me di cuenta que somos de mundos distintos. Lo que vive y muere tiene que ver con lo que tengo. Ellos, exóticos, se perdieron en el viaje, río abajo.
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