Nunca pidió datos personales. Abría la ventana y dejaba entrar los aires y las chaquetillas oliendo a sudor seco. Tuvo el arrojo de las calles vacías y las mejillas pintadas, minifalda azul y pasaporte vencido. Su cuello era de pájaro que picaba las cerezas de algunos corazones abatidos. Sus medias negras eran de madrugada neoyorquina y su modo de andar al filo de la liviandad.
No es asunto mío, pero se buscaba la vida en el hotel de las calles de Mercadores. Su madre le enseño el camino y ella, buena alumna, hizo carrera. Al amanecer, las penas las retocaba con el bilé encarnado y sus uñas postizas las dejaba enterradas en la noche.
Con las propinas me pagó los estudios. Hoy a los cuarenta me gustaría decir: te extraño mi pajarita, si me hubieras dicho a tiempo que eras mamá, no te vendo por lo civil con ese fulano pervertido de Tijuana.
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