Después de varias horas entrampado en el vagón del metro, pude bajarme en la estación bellas Artes.
Chorreando sudor, compré a un mercader, que sabía de los estragos de las horas pico, una macilenta toalla presumiblemente blanca y ahora color marrón. Parecía una toalla impregnada con los rostros anteriores. Despedía un olor acedo. Las náuseas se fueron mesurando al alivio del rostro seco. Poco a poco mi democrática civilidad se engrandeció al sentirme unido al tejido social que caminaba junto a mí.
Nos ligaba el olor.
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